viernes, 9 de febrero de 2018

NOSTALGIA DEL TÍO EFRAÍN

Como todas las semanas, teníamos un café pendiente. ¿Sería en los “36 Billares” de la Avenida de Mayo? ¿En “La Academia” de Callao y Corrientes? ¿O tal vez en un bar situado en una esquina de la iglesia de La Piedad, donde concurrías a misa y rezabas ante la imagen vestida del Nazareno que está a la entrada? Olvidé el sitio con las décadas pero no el hábito de encontrarnos.  Una costumbre que instauraste desde que en mis primeros años de vida me llevabas de la mano a la desaparecida confitería  “El Blasón”, de Pueyrredón y Las Heras próxima a casa, y yo en mi media lengua pedía “KaKa Cola” con parecido acto reflejo  a esta otra instintiva conducta  para manejar celulares y computadoras que caracteriza a los infantes de hoy.  Después mezclabas en mi vaso un  poco de  la bebida fría con varias medidas  más a  temperatura  natural, cosa de evitarme anginas. Y tu madre  -mi abuela-,  frente a su té inglés, aunque ejercitando un antiimperialismo práctico sin duda inconsciente- protestaba contra ese refresco de origen norteamericano “con gusto a remedio.”
                                                           Pienso en estas cosas, hoy 3 de febrero de 2018, a treinta y tres años de tu muerte, entrañable e inolvidable tío Efraín Honorio Gómez Langenheim. Tuvo que ser esa fecha la de tu partida, que como buen profesor de historia y sobre todo orgulloso tataranieto del capitán Lázaro Gómez del Canto y Rospigliosi,  héroe de las Invasiones Inglesas, tenías tan presente  y contabas a quien quisiera escucharte  la tradición recogida por  Pastor Obligado del Abrazo de la Muerte durante el sitio de Montevideo, en 1807. Veras que no  puedo deslindar tus enseñanzas y tus vivencias, por ejemplo de Joaquín V. González o de tu tío Rafael Obligado,  del vínculo amistoso, confidente y de camaradería espiritual y hasta ciertamente política que forjamos; eso sí, yo con un peronismo a la izquierda del tuyo que provenías del nacionalismo; lo cual no obstaba para que recordaras con veneración  a varios de tus  profesores  en la Universidad de La Plata como el liberal Ricardo Levene o el  socialista Carlos Sánchez Viamonte.  Claro, eras de 1910 cuando el cometa Halley iluminó -y sobresaltó- las fiestas del Centenario y estaban en tus genes el respeto y la admiración por los auténticos valores del espíritu. Adversario del partido radical,  ante la caída del doctor  Illia, mi hermana y yo te escuchamos lamentar -y estas fueron tus palabras cuando pocos las pronunciaban entonces- “la ruptura del orden constitucional.” Toda una lección de Instrucción Cívica, la asignatura que dictaste en tantos colegios secundarios. 
                                                      El lazo contigo fue naturalmente de mayor confianza, informalidad, complicidad, del que tuve con mi padre. Tal como debe ser, porque   los tíos suelen cumplir más que  la función de  indicarnos el comportamiento en la vida  -un deber ineludible de los progenitores-, la de absolver antes que nadie los pecados juveniles de sus sobrinos. “Todos y yo por supuesto cometimos errores a tu edad”, repetías salvando la exculpatoria generalización del plural. Y entonces uno aprendía, sin mal digerir sermones,  cómo golpean el pecho los cantos rodados de la experiencia ajena.    
                                                        
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                                                   En este cálido verano porteño que padecemos, he tratado de no ir al Centro. Ni falta que hace porque  sé que hay y que habrá  perpetuamente en el barrio de Balvanera, un café cerrado por duelo para mí. 


(Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa, el 9 de febrero de 2018)


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