Durante el mes
de diciembre de 2013, que se inició enlutado por la muerte en Johannesburgo de
Nelson Mandela, perdió también la
Argentina dos luchadores sociales. El jueves 19, falleció
nonagenario el dirigente socialista y escritor Enrique Inda nacido en 1923 en
Avellaneda[1]; en
tanto el viernes 27, con ciento tres años y medio a cuestas, dejó de existir
Clara Maguidovich, la viuda de Ángel Gabriel Borlengui, fundador y Secretario
General de la
Confederación General de Empleados de Comercio y Ministro del
Interior del general Perón desde 1946 hasta 1955. Sé que Clara a la que lamento
haber conocido poco, concurría a diario hasta no hace mucho a la sede sindical de los empleados de
comercio para realizar allí tareas de
promoción social.
En cambio con
Enrique Inda, diputado (M.C.), ex
concejal y ex secretario del Partido Socialista Auténtico, puedo decir que me
unió una amistad epistolar que iniciamos
en 2007. Fue a partir de la recepción de
una carta suya fechada el 15 de enero de ese año en la localidad de Aldo Bonzi
del partido de La Matanza
donde vivió las últimas décadas, a la que acompañaba su novela de temática
austral “El naufragio del Cabo de Hornos”, publicada en 2005 en la colección Patagonia que
dirigía el historiador y académico Néstor Tomás Auza. Por ese correo me
anoticié de que en la década del
cuarenta del pasado siglo, cuando Inda fue destacado por la Dirección Nacional
de Arquitectura para la reconstrucción del Cabildo de Salta, tuvo oportunidad
de vincularse con mi padre[2],
que por entonces organizaba el museo histórico de la provincia, con sede en
aquel edificio largamente abandonado hasta su recuperación por la ley que
promovió en 1934 el senador Carlos Serrey que lo declaró monumento nacional y
lo destinó en forma expresa a museo[3].
También a través
de esa comunicación y de otras que se sucedieron, supe de su frecuente concurrencia a la casa
de Alfredo L. Palacios, en la calle Charcas próxima a las vías del ferrocarril,
donde el prócer despejaba las dudas de los jóvenes visitantes –Inda ingresó al partido socialista a los 17 años- al
tiempo que les repartía galletitas de una lata de bizcochos Canale. Y me
participó de su devoción por la causa de las Islas Malvinas a las que viajó en
varias oportunidades, habiendo recorrido el archipiélago durante un mes entero
en 1974 en compañía de su esposa. Conocí además, que su militancia en ese
sentido le deparó amistades entrañables; así la del profesor Juan Carlos
Moreno, el autor de “Nuestras Malvinas” (1938) y cofundador un 19 de octubre de 1939 con
Palacios, Carlos Obligado y Antonio Gómez Langenheim -entre otras
personalidades- de la Junta
de Recuperación de las Islas, tal como ha recordado en la revista Todo es
Historia (Nro. 359 correspondiente a junio de 1977) el periodista Juan Bautista
Magaldi uno de los secretarios de aquella Junta. Ante una pregunta mía referida al porqué de su
concurrencia a Puerto Argentino para suscribir el Acta de Recuperación, a pocos
días del desembarco del 2 de abril de
1982 dispuesto por la dictadura de Galtieri, me respondió con las siguientes
palabras que hablan de sus convicciones: “En total desacuerdo por la improvisación y ceguera
absoluta de la Junta
Militar , sin embargo, cuando vi que a muchachos de mí pueblo
del cercano cuartel de La
Tablada los habían enviado allá, mi deber como argentino era
acompañarlos. Lo demás es historia, triste y desgarradora, pero que no afecta
en nada nuestros derechos”[4].
Tuve el obsequió después, de otros
libros de carácter histórico de su pluma: “El faro del fin del mundo” (2007) y “El
exterminio de los onas” (2008),
dramática y documentada denuncia en castellano e inglés –en traducción de María
Nuñez- sobre el genocidio perpetrado contra el pueblo “selknam”; una justa acusación llevada a cabo en la brecha
abierta en 1928 por el abogado vasco
afiliado a la Unión
Cívica Radical José María Borrero (1880¿?-1931) en la obra “La Patagonia trágica”: “La total desaparición de este pueblo indígena –explica
Inda- jamás ha tenido explicación oficial. Constituye un verdadero crimen
por comisión y omisión de lesa humanidad. Una grave culpa de diversos
gobiernos, perdida en las sombras de los tiempos y silenciada en la conciencia
de los dirigentes”. Y continúa argumentando: “Los onas o selknam, ni por
su número, siempre escaso, ni por su condición de nómades cazadores, jamás
constituyeron un peligro ni una amenaza para los nuevos pobladores blancos que
se fueron instalando en sus antiguos territorios. Los onas vagaban a pie, con
sus familiares, sus mujeres y sus niños, llevando a cuesta los armazones de
palos y los cueros de todos sus toldos; las bolsas con sus pobres y escasos
enseres. Ellos no disponían de caballos; jamás organizaron ni ejecutaron
malones con ejércitos de miles de jinetes armados de lanzas y boleadoras, como
los araucanos de Calfucurá.[5]” El volumen que comienza rescatando opiniones
tan claras y valientes como las vertidas
por Amancio Alcorta en la sesión del 24 de noviembre de 1899 de la Cámara de Diputados de la Nación. O por Roberto J.
Payró en “La Australia Argentina ” y el sacerdote y geógrafo Alberto María De Agostini
en “Mis viajes a la Tierra del Fuego”, obra publicada por ese salesiano en Milán en 1929,
en sucesivos capítulos da cuenta de las
masacres de nativos fueguinos a manos de Julio Popper[6],
un aventurero rumano de origen judío con título de ingeniero, atraído por la
fiebre del oro y que hasta llegó a acuñar su propia moneda e imprimió en sus
dominios timbres postales[7];
del naturalista argentino -discípulo de Gemán Burmeister- Ramón Lista, después
según algunas versiones defensor de los
tehuelches y del gobernador chileno de Magallanes, capitán de navío Miguel de
Señoret. Y enfatiza sobre el escándalo
de la “caza” a precio
puesto en libras esterlinas que promovió el escocés Alexander McLennan apodado “Chancho colorado”, el administrador de la estancia Primera Argentina
del asturiano José Menéndez natural de
Santo Domingo de Miranda, parroquia de Avilés y provincia de Oviedo[8]. Anota Inda con probada razón que a ese método
de aniquilamiento al que era afecto también Samuel Hyslop, lo siguieron rigurosamente varios otros
agentes de los estancieros beneficiados por la privatización de la tierra
fiscal de la Isla Grande
en 1890; aventureros devenidos en latifundistas mediante el latrocinio. A ellos y a su guardia
pretoriana defendió por motivos
familiares Armando Braun Menéndez en su “Pequeña historia fueguina”.
Pero junto a
tantas miserias rescata el humanitario
comportamiento de los misioneros anglicanos establecidos en Ushuaia en 1869 y
en 1888 en la isla chilena Bayly, del grupo de la Isla Wollaston , en
el confín del continente a pocas millas del Pasaje Drake, remitiéndose al
estudio del pastor bautista doctor
Arnoldo Canclini: “Los indios del Cabo de Hornos” donde este historiador nacido
en 1926 narra la epopeya filantrópica llevada a cabo por Sussan Ellen
Gilbert-Nellie y Leonardo Henry Burleigh, un matrimonio anglicano que con su pequeña hija se
estableció en aquella inhóspita región batida por los vientos, apoyado sólo por
un pequeño grupo de yaganes formados en La Misión de Ushuaia[9].
Del mismo
modo destaca Inda la protección que poco tiempo después brindaron a los
naturales los sacerdotes salesianos -entre ellos monseñor José Fagnano tan
enfrentado con Ramón Lista por sus crímenes,
oposición que le valió hasta recibir amenazas por parte del explorador y
de su tropa-; siendo ese hecho, el del amparo a los sobrevivientes onas por parte de los hijos de
Don Bosco, refrendado por el
investigador padre Juan E. Belza (S.D.B.) autor de la obra en tres tomos “En la
Isla del Fuego”, una de las
fuentes principales de “El exterminio
de los onas” como puede verse en la
bibliografía citada.
Con la
publicación en 2008 de este libro de denuncia, meditado y nada panfletario por
cierto -antes dio a conocer en la misma colección dirigida por el profesor Auza
otros estudios patagónicos como ser: “El tesoro del Monte Cervantes”, “El
condenado del Fin del Mundo” y “Los sobrevivientes del Estrecho”-, no clausuró su interés por el tema de los
selknam y de su triste final a manos de la “civilización”. Cuando en julio de
2011 se exhibió en la Sala
Moores del Museo Mitre la colección de fotos tomadas por la
antropóloga de origen estadounidense-francés Anne Chapman, una discípula de
Claude Lévi-Strauss, que registró el rito de iniciación hain de los
varones jóvenes de aquel pueblo originario así como también reunió varias fotos
instantáneas tomadas a la chamana y cantante Lola Kiepja y a Ángela Loij,
mujeres onas ambas sobrevivientes hasta entrado el siglo XX de la limpieza
étnica y receptoras de las tradiciones ancestrales de sus antepasados, sé que
Inda concurrió en varias ocasiones a la muestra invitándome también a hacerlo.
Le envié
poco después la fotocopia de una noticia aparecida en algún matutino porteño en
1985 cuando falleció Rafaela Ishton, considerada “la última ona”. Me agradeció
el aporte destinado a su archivo y me trasmitió por escrito la razón de su afán
por reivindicar a esos naturales –voluntad que pronto advertí obedecía en el
mejor sentido de la praxis al plano
íntimo de las vivencias y de los sentimientos: como que eran los ancestros nada menos que de “los indígenas que conocí
y fueron mis compañeros de trabajo en la Tierra del Fuego en la década del cuarenta”. Y porque como abrevó en el doctor Justo:
“genuina es la teoría que surge espontánea de los hechos”[10] y
en el caso suyo bien que lo fue la comprobación “in situ” en los años cuarenta
del despojo y el genocidio de sus defendidos.
Enrique
Inda, escritor comprometido con la justicia histórica, la justicia social y los
valores republicanos que abrevó en sus lecturas a Juan B. Justo del que
memorizaba largos pasajes de “Teoría y práctica de la historia”, había abrazado
en su juventud una profesión que entendió patriótica en la línea trazada en
materia de soberanía petrolera por los generales Mosconi y Baldrich: la de
técnico en perforación y exploración petrolífera, actividad que le permitió
conocer la Argentina
profunda y en gran medida doliente. Enrique Inda, malvinero de la primera hora
y defensor con sentido retrospectivo y actual de los derechos humanos, también
de los de tercera generacional reconocidos por el artículo 41 de la Constitución Nacional
a partir de la reforma de 1994, en tanto su activo compromiso con el medio
ambiente que lo llevó a fundar en Aldo
Bonzi asociaciones ecologistas, fue un militante por la integración latinoamericana a punto tal de remitirle hace
unos años un mensaje al presidente Sebastián Piñera en solidaridad con la
reivindicación boliviana de la salida al mar, inquietud a la que respondió con
amabilidad el mandatario trasandino.
Quizá su
última manifestación pública correspondió a un correo de lectores que publicó La Prensa el 19 de noviembre
de 2013 titulado “Tregua política”, donde propuso a todos los partidos políticos
argentinos lograr un consenso por “diez
años de paz social, trabajo y lucha contra la corrupción y el narcotráfico”.
No era un
optimista desentendido del presente sino un cruzado de la esperanza dispuesto a
avanzar lanza en ristre contra pragmáticos y serviles de la “realpolitik”;
alguien capaz de aportar lo suyo al caudaloso río de la “esperanza interminable” cantado por María Elena Walsh. Y sí era todo un
poeta, que de cuando en cuando deleitaba a los lectores del suplemento cultural
del diario fundado por José C. Paz con sus composiciones en metro libre con
elevados mensajes de sinceridad y humanidad.
(Carlos
María Romero Sosa, se publicó en la revista Historia)
[1] A poco de enterarme de la
noticia por el único aviso fúnebre que publicó La Nación al día
siguiente, di a conocer en la revista
digital costarricense “Con Nuestra América”, el 11 de enero de 2014, un artículo recordatorio suyo bajo el título:
“Un socialista auténtico”.
http://connuestraamerica.blogspot.com.ar/2014/01/argentina-un-socialista-autentico.html
[2]
Carlos Gregorio Romero Sosa (1916-2001)
[3]
Además de lo realizado en el Cabildo de Salta, Enrique Inda participó hacia
1948 en la reconstrucción del Pucará de Tilcara
en la provincia de Jujuy. Fue a cuarenta años de su descubrimiento por
Juan Bautista Ambrosetti y Salvador Debenedetti,; y cuando estuvo a cargo de esa reconstrucción el profesor Eduardo
Casanova titular de la cátedra de
Arqueología Americana en la
Facultad de Filosofía y Letras de la UBA.-
[4] Carta
de Enrique Inda a Carlos María Romero Sosa fechada el 15 de enero de 2007 en Aldo Bonzi.-
[5] Enrique S. Inda: “El exterminio de los onas”:,
Cooperativa de Trabajo Cultural y Educativa Cefomar, Buenos Aires, 2008. Páginas 23/4.-
[6]
Boleslao Lewin: “Quién fue el
conquistador patagónico Julio Popper”, Buenos Aires, 1974. Editorial Plus
Ultra.-
[7] Aníbal Héctor Allen: “Entre la historia y la esperanza de una
región argentina llena de misterio TIERRA DEL FUEGO”, en Clarín Cultura y
Nación, viernes 9 de agosto de 1979.-
[8] Juan E. Belza: “En la Isla del Fuego” Tomo II: Colonización, Buenos Aires, 1975. Talleres del Instituto
Salesiano de Artes Gráficas. Página 163.-
[10] Juan B. Justo: “Teoría y práctica de la historia”, 2da.
Edición. Buenos Aires, 1909.- Confrontar también en: http://www.fundacionjuanbjusto.org/2010/07/teoria-y-practica-de-la-historia-i.html..-
1 comentario:
Agradezco este artículo sobre Don Enrique Inda, lo acabo de encontrar por casualidad.
Fui vecina y amiga personal de Don Enrique y de su esposa Cata, me consideraban "su nieta", siempre están en mi memoria y en mi corazón.
http://yomeloguisoblog.blogspot.com.es/search/label/ENRIQUE%20INDA
Tengo un blog personal con unas cuantas entradas dedicadas a ellos, las comparto porque fueron momentos felices y sumamente interesantes.
Publicar un comentario