El doctor Jobino Pedro Sierra Iglesias nació un 6 de septiembre, cuando esa
fecha aún no tenía connotación negativa para la República , pero que al
coincidir con su aniversario sin duda por la ley de las compensaciones, debiera
quedar en mucho reivindicada y hasta inscripta en las efemérides de la ciencia
médica argentina y de la historiografía científica del país.
Sí, nació o lo nacieron un 6 de septiembre de 1923 en
Colonia Barón, en el entonces Territorio Nacional de La Pampa. Su infancia
trascurrió bajo la administración progresista del dirigente radical Jorge
Moore, varias veces Intendente Municipal de Bahía Blanca y
designado en el cargo de Gobernador del Territorio, por el presidente Marcelo
T. de Alvear -con
acuerdo del Senado de la
Nación- en octubre de ese año.
Y será del caso recordar asimismo que Sierra
Iglesias llegó a
la vida apenas cincuenta y cuatro días después que René
Favaloro, quien haría con el tiempo sus primeras armas médicas
en la pampeana localidad de Jacinto Arauz a unos doscientos kilómetros de
Colonia Barón. Coincidencia de fechas y de lugares que daban para pensar a don
Jobino, por cierto tan orgulloso de haber sido médico rural como lo era
invariablemente el nombrado Maestro de la cardiocirugía.
“Siempre he sido y
sigo siendo un médico rural que a vivido a pleno su vida profesional, que
piensa que gran parte del potencial científico de la medicina está en la
escondida fortaleza de los médicos del interior”, escribió Sierra Iglesias
al comienzo de su libro de quinientas treinta páginas “Salvador Mazza redescubridor
de la enfermedad de Chagas”, publicado por la Universidad Nacional
de Jujuy en 1990. Es que tener alma de médico es un don tan exclusivo como
poseerla de poeta; y además un desafío de vida parecido y nada fácil de llevar
a buen término. Sólo que cuando se malogra un poeta quedan versos por decir, lo
que no es poco, y cuando ocurre lo propio con un médico filántropo son seres
humanos los que sobreviven o mueren huérfanos de atención y de consuelo físico
y espiritual.
El doctor Sierra Iglesias cumplió con creces con su
vocación de curar para bien de sus pueblos adoptivos, las comunidades jujeñas
-a merced de las políticas impuestas por los “trust” azucareros- de Calilegua,
San Pedro y La Esperanza ,
o de sus antiguos pacientes del Hospital Guillermo C. Paterson.
Allí fue médico de guardia, jefe de sala, jefe de
servicio, jefe de departamento y llegó a ocupar la dirección, nunca en función
burocrática de empapelador del sufrimiento ajeno sino en abnegado ejercicio
profesional, capaz de suplir la falta de personal con sobrecarga de trabajo
sobre sus hombros; las carencias de instrumental con ingenio y disposición; los
problemas de infraestructura arremangándose el guardapolvo y los recortes de
presupuesto acudiendo en ocasiones a su bolsillo para cubrir necesidades
perentorias.
Experimentó en fin, en carne propia, que la medicina puede
ser a veces, “la carrera más ingrata de todas las concebidas por el hombre”,
según nos lo manifestó en una carta el doctor Esteban Luciano Maradona, aquel
heroico “Médico de la Selva ”,
título que presentaban impresos los sobres de su correspondencia postal.
Sierra Iglesias no sólo diagnosticó enfermedades
individuales, endemias y males sociales y salvó vidas condenadas por el
subdesarrollo estructural, existencias sumergidas en “La miseria de un país rico” que denunciara en 1927 un libro,
silenciado por las oligarquías, de Benjamín Villafañe (1877-1952), ex
Gobernador de Jujuy y Senador Nacional por la Provincia hasta 1943,
sino que enseñó a hacerlo a sus discípulos al mismo tiempo que con ahínco se
embebía de ciencia y recibía lecciones de humanidad concreta, más que abstracta
deontología profesional, de sus maestros en el afecto y la devoción sobre los
que escribió estudios imprescindibles en la bibliografía histórica de su
disciplina.
Así fueron surgiendo sus libros: “Vida y obra del doctor Guillermo Cleland Paterson, “Carlos
Alberto Alvarado, su contribución a la Medicina Sanitaria
Argentina”, o “Salvador Mazza, la
MEPRA de Jujuy y los médicos mendocinos”.
Ello sin olvidar sus aportes a la historia de la epidemiología, que desarrolló
en su quinta tesis doctoral presentada y aprobada “Cum Laude” por la Escuela de Postgrado de la Facultad de Medicina de la Universidad del
Salvador y que versa sobre el Cólera en los años 1886-87 y su incidencia en las
provincias de Salta y Jujuy.
No lo conocí en persona, aunque allá por los setenta de la
pasada centuria estuvo varias veces en la casa paterna, en la ciudad de Buenos
Aires, para recabar datos sobre Salvador Mazza que volcaría pronto en su
biografía del sabio. Pasaron los años y en el verano de 2005, precisamente cuando me
disponía a redactar un trabajo sobre la correspondencia intercambiada a partir
de 1942 entre el patólogo fallecido en Monterrey (México) y Carlos Gregorio
Romero Sosa, llamé por teléfono al doctor Sierra Iglesias a Jujuy.
Me bastó entonces con escuchar su caluroso saludo inicial
para reconocer en esa voz de asimilada tonalidad norteña, la que daba cuenta de
sus décadas de residencia en las tierras que misionó San Francisco Solano, al
hombre dueño de un superior espíritu, al sabio ajeno a la pose olímpica, al
amigable cómplice de los estudiosos dispuesto a colaborar con ellos sin
guardarse datos ni callar intuiciones que pudieran orientarlos.
Entre otras cosas me comentó casi en chiste que presentaba
tesis doctorales en diferentes universidades argentinas porque no era afecto a
perder el tiempo y porque al estar jubilado podía dedicarse por completo a la
investigación. De su generosidad hasta pintoresca hablaba su confesión
avergonzada de no tener libros suyos para obsequiar a los amigos, es que al
salir las ediciones de las imprentas, no
reservaba para sí más que uno o dos ejemplares que al cabo también se le
traspapelaban en la biblioteca.
Ante la confidencia y para obtener su volumen sobre Mazza,
recurrí a los buenos oficios de Gregorio Caro Figueroa que a poco me lo remitió. Lo leí,
aprendí mucho en sus capítulos y por supuesto lo cité en mi ensayo publicado en
la revista cultural salteña “Claves”.
Vencido ese escollo bibliográfico y después de mantener
algunas otras esporádicas comunicaciones telefónicas con el autor, no supe nada
más de él hasta la semana pasada, cuando me informé por el periódico digital de
Tartagal “Norte del Bermejo”, que dirige
la periodista, poeta y estudiosa de
temas antropológicos Marta Juárez, sobre su deceso en San Salvador de Jujuy a los
ochenta y cinco años de edad.
Frente a la noticia tuve la sensación de que dejé
pendiente una deuda conmigo mismo, incobrable ya. El pasivo de no haber
continuado el diálogo con el doctor Jobino Pedro Sierra Iglesias, aunque
fuera por teléfono y a onerosa larga distancia.
·
(Carlos María Romero Sosa, se publicó en
SaltaLibre. Net, el 21 de julio de 2009)
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