Si algún caminante pasa frente al viejo edificio
aún en pie de la calle Enrique Finochietto -hasta 1965 denominada Patagones-, al
535/37/39 entre Perú y Bolívar, en las
proximidades del Parque Lezama, ante su
arquitectura señorial podrá ejercitar la añoranza sobre lo que fueron los últimos
esplendores de los barrios del Sur porteño en las postrimerías del siglo XIX y
principios del XX. Allí, en los altos de esa numeración desde donde no es hoy ni era posible ayer otear ninguna vela al tope del palo mesana, y sí factible oír en ya abolidas
serenidades la sirena de los barcos en el Riachuelo de los Navíos, vivió hasta
su muerte, ocurrida el 7 de octubre de 1946, el poeta Francisco Isernia.
Aunque olvidada, fue la suya una
de las voces más singulares de la poesía lírica argentina que alcanzó su cenit en
el verbo de Pedro Miguel Obligado, aquel sutil revelador de “la historia de una melancolía”, al decir de
Lugones.
Ajeno al ansia de promoción inherente a la
actual industria –y comercio- cultural, nunca buscó fama a punto tal de haber firmado
con el seudónimo Ovidio de Montemar uno de sus sonetos más elogiados y
popularizados en su hora: Madre marinera.
Cabe anotar que ese seudónimo no está registrado en la obra “Contribución a un
Diccionario de Seudónimos en la
Argentina ” de Leopoldo Durán, con una Noticia Preliminar de
León Benarós (Buenos Aires, 1961), ni el más reciente “Diccionario Argentino de
Seudónimos” de Rubén Mario De Luca (2008). Tampoco por motivos cronológicos en el
“Diccionario de Alfónimos y Seudónimos de la Argentina ” de Vicente
Osvaldo Cutolo (Buenos Aires, 1962), que incluye un significativo número de los
empleados entre 1800 hasta 1930.
En caracterización de Leonidas Barletta, tanto Isernia como su contemporáneo del Grupo
de Boedo, Roberto Mariani, cumplieron una especie de consigna de la generación a la que pertenecían: desdeñaron la pompa,
declinaron honores, rehusaron figurar, trabajaron en silencio, pudorosos del
elogio que se prodigaban a gritos los de
la generación anterior.
Reclamó, en cambio, para sus iniciales composiciones
el juicio crítico así fuera severo, antes que el elogio de ocasión de los
consagrados. Uno de ellos, Roberto F. Giusti, advirtió en sus versos primerizos
y quizá con defectos formales, la resonancia de una sensibilidad nada común. Y
lo invitó a colaborar en la revista Nosotros que codirigía con Alfredo Bianchi. Isernia dio a conocer allí en 1917 dos
sonetos que luego desecho por considerarlos con excesiva influencia
lugoniana y después, en 1924 y 1925
varias otras composiciones; algunas como Lagunita,
La quintera, La muchacha del tambo,
de acento campestre mientras en Un niño
muerto, se advierte un delicado trasfondo elegiaco. Giusti prologó su libro
“Vuelo” -de 1925- que asimismo editó Nosotros. Hay en este volumen que comento amistosamente –sostendrá el
estudioso de “Nuestros poetas jóvenes”-
mucha poesía viva y fresca. Diría poesía pascoliana, con tal que no se quiera
entender que le sigue los pasos servilmente
al poeta de Myricae. Pascoliana porque está llena de rumores de alas, de
murmullos de árboles, de risas de niños, de ritmos de pasos ligeros. Sólo que ese coro de risas infantiles y que los
ritmos de andanzas de seres que el poeta veinteañero, antes de experimentar ausencias irreparables, bien podía idealizar que venían
a su encuentro, creaban a su alrededor un aura más de gratitud que de jactancia; más de dulzura, esa ofrenda del espíritu
para los semejantes, que de terrenal sensualidad. Y era un aura con poder de lente para captar
con nitidez las situaciones mínimas, los hechos desatendidos por el resto de
los mortales distraídos en su cotidiano apuro. Así fue capaz el Isernia intimista,
repentista y descriptivo, de detenerse cierto día con respeto y es de suponer que
con reverencia, frente a un ave que bebía gotas de agua. Tradujo después el
cuadro a palabras que suenan a consignas
del alma: Y era todo ternura. Y era todo
inocencia. Imaginamos que al cabo habrá volado satisfecha el ave, pero no
perdió el poeta la gracia de una inocencia adánica que quedó posada en su interior como la paloma
que comió en mi
mano, según otra de sus
imágenes aladas.
Vuelo es un libro que revela un hombre tocado de un noble
afán de belleza, es un artista honrado y que huele a soledad del alma, escribió Rafael de Diego en un comentario bibliográfico
aparecido en el número 198 de Nosotros
correspondiente a noviembre de 1925.
EL
DON DE LA TERNURA
Había nacido el 13 de febrero de 1894 en la
boquense calle Martín Rodríguez 733. No muy lejos de la antes referida casona de
Patagones en que la parábola de la existencia cerró el ciclo de sus días y donde
habitó con su hermano Luciano, después de fallecido el padre: José Isernia
quien, cuenta Luis Tomás Prieto en el opúsculo “Francisco Isernia: el poeta de
la ternura”, publicado por el Ateneo Popular de la Boca en 1962 (Cuadernos de La Boca del Riachuelo, Nro. IV),
compró en 1907 un balandro frutero de dos palos en el que el niño se
sentía grumete soñador en
la ruta promisoria/ recostado en el palo del trinquete.
Sus versos melancólicos de esa única patria
del hombre que es la infancia para Rilke, más que propiamente llenos de la
amarga convicción de César Vallejo: Pues
yo nací un día/ que Dios estuvo enfermo, evocan tiempos con líneas de
horizontes a trazar con mano escolar –concurrió a una escuela primaria situada
en el ángulo que forman las calles Lamadrid y Palos- y con la tinta indeleble
de la fe y si algo flaqueaba ella, de la
esperanza: Con asombro miré la vida en
fiesta;/ Tuvo la gracia en flor el alma mía./ Si le hablaba a la luz, me
respondía,/ Y era un eco de Dios cada respuesta.
Mucho de religioso sin afirmaciones confesionales
hay en su poética que parece dejarse
atraer por un Dios a la vista en una entrega ascensional al misterio, toda ciencia trascendiendo en cumplimiento
de la aspiración de San Juan de la Cruz. Isernia , sigue
diciendo Barletta, No era un torturado, era
un sensitivo, indiferente a ciertos refinamientos, su modestia tenía el brillo
de la originalidad. Fue testigo absorto a los diez años del triunfo
electoral de Alfredo Palacios como primer diputado socialista de América, en
sufragio popular demostrativo de que La
Boca ya tenía dientes en la
expresión jocosa y admirativa de Florencio Sánchez. Solidario con los
pobres y desamparados, debe haber orado por ellos y hasta lamentado que su lira
no diera notas de denuncia y rebeldía
social como alguna vez, en 1896, arrancaron de la de su admirado Lugones en plena efervescencia anarquista
y revolucionaria, en aquellos versos de
“Profesión de fe”: ¡Odia pueblo!, la faz
se hermosea/ cuando hay fiebres de odio en el pecho.
Otro colega y amigo suyo además
de vecino, José González Carbalho que vivió en la calle Ruiz Díaz de Guzmán 79,
escribió en un artículo publicado en Noticias Gráficas el 13 de julio de 1949: No se documenta en sus canciones una sola
rebeldía, sino acatamiento, dulzura y asombro inocente ante la belleza
constantemente renovada. Resignado al modo cristiano, con esperanza de
resarcirse de cada tristeza en la alegría futura, el canto surge en él como
floreciendo prados interiores.
Descubrió particularmente en
el soneto un cauce de expresión afín con el equilibrio y el recato con que buscaba
trasmitir su mensaje lírico; y en esa envoltura clásica, como el auriga del
carro alado en la alegoría platónica sofrenó todo desborde. No deja de resultar curioso que pudiera privilegiar
su personal opción literaria haciendo oído sordo a los ismos iconoclastas de su hora y que se sintiera más cómodo, más seguro
y sobre todo más pleno en el decir poético, al rimar y medir endecasílabos o alejandrinos y no
utilizando las innegables posibilidades del versolibrismo. La inclinación por lo formal,
predilección con la que no pretendió dar cátedra, se muestra patente, identifica su escritura y marca diferencias
estéticas con sus contemporáneos. Así por
ejemplo en el libro “Exposición de la Poesía Argentina ” (1927); un
volumen “organizado” -reza el subtítulo-
por Pedro-Juan Vignale y César Tiempo se
recogen sin pretensión de antología como
lo advierte la justificación inicial, el soneto suyo Llueve y los tercetos de Vienes
con la mañana; en tanto gran parte de la producción del resto de los allí
incluidos se inclinaba por la poesía
libre.
Después de la
temprana publicación de “Vuelo”, su producción comenzó a dispersarse en diarios
y revistas como Noticias Gráficas, Nosotros, El Hogar, La Razón o Pórtico donde publicó
críticas bibliográficas, un artículo sobre Benito Quinquela Martín y un
medallón de Alfredo Bianchi en su
fallecimiento, además de varios ensayos breves demostrativos de su interés
por las literaturas francesa e inglesa como ser: “Actualidad de Gerardo de Nerval”, “William
Blake el iluminado” y “La humildad de Charles Louis Philippe”. La revista Pórtico que comenzó a publicarse en forma trimestral en 1941 y dejó de
aparecer en 1946, era el órgano de difusión del Ateneo Popular de La Boca y sobre el vínculo de
Isernia con la tradicional institución cultural fundada en 1926 por el
historiador y periodista Antonio J. Bucich, en la nota necrológica de La
Prensa de 9 de octubre de 1946 se subrayó la actividad que
había desplegado en las funciones de Consejero del Ateneo, así como resaltó el
periódico la que tuvo en la “La Peña ” del subsuelo del Café
Tortoni.
Al cumplirse en 1947 el primer año de su muerte, amigos, pares en las letras, historiadores, juristas y artistas plásticos, costearon la edición de
su libro inédito: “Cielo de infancia” que como en un “corsi e ricorsi” contó
con un nuevo prólogo de Roberto Giusti, el crítico y académico del espaldarazo
en 1925 y, seguidamente, con otro firmado por González Carbalho. El primero de
los prologuistas –seguramente un agnóstico a deducir por su ideario socialista,
partido que lo llevó al Consejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires y al
Congreso Nacional- consignó la presencia de cierta impronta mística en alguno
de sus últimos sonetos, algo coincidente –dedujo el mismo Giusti- con el
regreso al catolicismo del poeta: Cuando
él ya adivinaba sus pasos postreros
sobre la tierra, cantó su soledad de niño extraviado en la selva oscura, con
notas de poesía religiosa, puras y altas.
La edición de “Cielo de infancia” estuvo a
cargo de Francisco A. Colombo y entre los que cooperaron para hacerla posible pueden
recogerse al azar, entre tantos otros igualmente representativos, los nombres
de Juan Carlos Astolfi, Antonio J.
Bucich, Delia Bucich, Julio C. Bergottini, Pascual Cupido, Roberto J. Capurro, A. Cunill Cabanellas,
Carlos Marcelo Costanzó, Juan de Dios Filiberto, Enrique de Gandía, José Gobello –que despidió
sus restos en el Cementerio del Oeste (Chacarita) el 8 de octubre de 1946-, Roberto
Ledesma, Fortunato Lacámera, Enrique Loudet, Francisco P. Laplaza, Pedro Miguel
Obligado, Luis Perlotti, Jorge Oscar Pickenhayn, Antonio Porchia, Francisco J.
Póliza, Enrique Puga Sabaté, Benito Quinquela Martín -a quien Isernia homenajeó
en un poema de juventud incluido en “Vuelo” que comienza: “Quinquela Martín! Quiero hacerte en mi canto/ un escorzo
espontáneo…Para el caso discierno,/ en tu cara de artista, ese gesto de santo,/
y en tus ojos oscuros, la visión de lo eterno”-, Adolfo Pérez Zelaschi,
Horacio Rega Molina, Conrado Nalé Roxlo,
Carlos G. Romero Sosa, Francisco L. Romay, Francisco Stagnaro, Marcos Tiglio, Mariano de Vedia, Miguel
Victorica, Amado Villar, Juan Carlos Zuretti y
Antonio Zolezzi.
Una curiosidad del libro en cuyo interior hay
una fotografía en blanco y negro del autor retratado de cuerpo entero, es que
en la tapa aparece su apellido escrito con Y griega y no latina, circunstancia
que se reiterará en la mencionada nota periodística de González Carbalho en
Noticias Gráficas y en otras publicaciones.
Señalamos
al comienzo su injusto olvido. Aunque con excepciones: desde el ámbito oficial,
la ley nacional 16.487 de 1964 promovida por el diputado capitalino por la UCRP , Reinaldo Elena, autorizó
a la Municipalidad
de la Ciudad
de Buenos Aires para colocar un busto de Isernia en La
Boca. Y su nombre no quedó ajeno tanto a la
atención de los investigares cuanto al homenaje amistoso: lo menciona Carlos
Paz en “Efemérides literarias argentinas” (1999) y en la biblioteca del Ateneo
Popular de La Boca ,
en la calle Benito Pérez Galdós 315, luce un retrato suyo al óleo realizado en
1948 por el pintor, escultor y fotógrafo Juan Zuretti. También en 1988 se
publicó el libro “El soneto en la
Argentina ”, texto de Antonio Requeni seguido por una
antología compuesta por el poeta Horacio Turner de los cultores de esa
preceptiva vinculados con el Ateneo -cuyo sello lleva la edición- y con el tradicional barrio. La
encabeza su soneto Madre marinera,
tantas veces escuchado en las peñas literarias
bohemias de medio siglo atrás como suele memorar la docente y recitadora Celia de
Ghermek, antigua vecina y consecuente lectora y divulgadora de Francisco
Isernia.
(Carlos
María Romero Sosa, se publicó en La
Prensa el domingo 16 de junio de 2019.-)
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